martes, 27 de noviembre de 2012

Sugerencia. A orillas del East River. José Hierro


A ORILLAS DEL EAST RIVER



En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos ríos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a un mano,
picotean los granos de rocío,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.

Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.

Dejarían en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,
lloraría por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieron vivos
en el recuerdo o en la imaginación.

Lloraríamos todos por los desconocidos,
los -para mí- difuminados
en la magia del tiempo.
Contra las estructuras
de metal y de vidrio nocturno
rebotan las palabras aún sin forma,
consagradas en el torbellino helado,
y no me hacen llorar
Yo ya no sé llorar ¡Y mira que he llorado!

Yo ya no lloro,
excepto por aquello que algún día
me hizo llorar:
los aviones que proclamaban
que todo había terminado;
la estación amarilla diluida en la noche
en la que coincidían, tan sólo unos instantes,
el tren que partía hacía el norte
y el que partía hacia el oeste
y jamás volverían a encontrarse;
y la voz de Juan Rulfo: “diles que no me maten”;
y la malagueña canaria;
y la niña mendiga de Lisboa
que me pidió un “besiño”.

Yo ya no lloro.
Ni siquiera cuando recuerdo
lo que aún me queda por llorar.
 
 
 




Sugerencia. Aplastamiento de las gotas, Julio Cortázar.




Aplastamiento de las gotas


 
   Yo no sé, mira, es terrible cómo llueve. Llueve todo el tiempo, afuera tupido y gris, aquí contra el balcón con goterones cuajados y duros, que hacen plaf y se aplastan como bofetadas uno detrás de otro, qué hastío. Ahora aparece una gotita en lo alto del marco de la ventana; se queda temblequeando contra el cielo que la triza en mil brillos apagados, va creciendo y se tambalea, ya va a caer y no se cae, todavía no se cae. Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol.

Pero las hay que se suicidan y se entregan enseguida, brotan en el marco y ahí mismo se tiran; me parece ver la vibración del salto, sus piernitas desprendiéndose y el grito que las emborracha en esa nada del caer y aniquilarse. Tristes gotas, redondas inocentes gotas. Adiós gotas. Adiós.


Julio Cortázar